jueves, 8 de diciembre de 2011

Cuando crezcamos, no recordaremos días. Sólo los mejores momentos.

Nos quedamos solas. Únicamente ella, yo y la ya nuestra oficialmente habitación, la cual está formada por cuatro paredes que posiblemente sepan ya demasiado. Entre las mantas, la dejé hablar de Bayárcal, dejé que viajara en el tiempo y que me llevara con ella. Me permití pensar que si en ese momento me levantara y me fuera con lo puesto, posiblemente ni percatara en mi ausencia, pero eso solo hizo sentirme aún más satisfecha; sabía que la iba a hacer sentirse bien,  así que me limité a escucharla y a contemplar cómo le brillaban los ojos con cada palabra y cómo su voz empezaba a subir de tono, cómo sabía que tendría que pararla tarde o temprano, ya que si la dejaba vagando en sus ensoñaciones seguramente se perdería entre recuerdos. Porque tengo asegurado más que de sobra que son infinitas las cosas que Bayárcal puede haber visto. En algún momento dejé de escucharla y yo también me fui a quién sabe dónde, para conceder preguntarme cuánta gente más habría en el mundo como ella. Quizá muchas, y le agradecí a quién sabe qué el haber tenido la suerte de haberme topado con una persona que puede ser tan mágica y a la vez tan única.

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