Se que, en todo, la caída suele ser dolorosa. Tanto que me
llego a preguntar si realmente merece la pena seguir contra viento y marea. Soy
feliz pero ¿a qué precio? ¿Realmente me compensa esta felicidad si solo de
pensar en la caída el corazón tiembla? Supongo que el precio es alto, pero
sinceramente, ¿qué esperabais? Cuando arriesgas a vivir, y cuando digo “vivir”
no me refiero a solo respirar, automáticamente firmas un contrato con tu
existencia aceptando los riesgos. El problema viene cuando no recuerdo cuándo
firmé tal cosa y si es mejor cortar de raíz o dejar crecer el gozo en mis
pulmones. De repente despierto una mañana y me encuentro en un cielo precioso,
con unas alas preciosas y una vista del
mundo maravillosa, un mundo que es simple mar. Y como todos los mares, es
infinito e imponente, transmisor incesante de respeto porque es tan puro, tan
azul, tan familiar pero tan desconocido. No importa cómo he llegado, solo sé
que estas alas no me pertenecen y que desaparecerán de un momento a otro con
cualquier suave brisa que se las lleve lejos. Dios mío, ¿tan ciega era mi
felicidad que no me he percatado del posible vacío que acabe conmigo? Y mi
mayor preocupación no es morir ahogada sino saber que ya jamás volveré al cielo
que me ha dado tanto. Cuando caes, porque por suerte para mi cordura aun me mantengo
ligera sobre estas alas, supongo que te ahogas en tus propias penas y
traicioneras alegrías. Agonizante, te sumerges muy lentamente y, pudriéndote
entre tiempos mejores, llegas al fondo y ya no hay nada más. Ya sólo quedan
restos de ti. ¿Quién va a ser la mano que te rescate de tan profundo? El cielo,
tu cielo, tu gloria, tus días felices, se ven difusos e inevitablemente
inalcanzables. ¿Hay algo peor que consumirte mientras ves alejarte lo mejor de
ti? Solo te tienes a ti y al posible fruto de tus ganas pero, ¿de verdad querría
esa versión infectada de mí para salir de las garras de una agonía que ha sido
el eco de mis sonrisas?
Por muy feliz que seas, el corazón siempre te acompaña con
un deje de vértigo en cada latido, preparado, pero tu alma nunca espera la
caída. Es entonces cuando la razón disipa todas mis dudas, porque
lo creáis o no, la razón y el corazón son grandes amigos y juntos los
resultados realmente sorprenden.
Si arriesgo, puedo perder mucho, demasiado, tanto que me
pregunto si el ser humano está preparado para ser rasgado en el más profundo
seno del alma. El truco para sobrevivir noche tras noche está en no pensar en
la caída si no en el éxito, y es que cualquier triunfo merece la pena, sean
cuales sean los fracasos. Somos masoquistas, y es que aunque nos de miedo, en
nuestro fuero interno sabemos que el riesgo merece la pena si eres feliz, sean
cuales sean las pérdidas.
Muchos asociarán estas líneas con el amor, pero sinceramente
creo que el miedo acompaña a todo en la vida. Tiene muchas caras pero siempre
es el mismo. El miedo al fracaso, al rechazo, a la pérdida.