jueves, 19 de julio de 2012

So shall I run or shall I fall?


Se que, en todo, la caída suele ser dolorosa. Tanto que me llego a preguntar si realmente merece la pena seguir contra viento y marea. Soy feliz pero ¿a qué precio? ¿Realmente me compensa esta felicidad si solo de pensar en la caída el corazón tiembla? Supongo que el precio es alto, pero sinceramente, ¿qué esperabais? Cuando arriesgas a vivir, y cuando digo “vivir” no me refiero a solo respirar, automáticamente firmas un contrato con tu existencia aceptando los riesgos. El problema viene cuando no recuerdo cuándo firmé tal cosa y si es mejor cortar de raíz o dejar crecer el gozo en mis pulmones. De repente despierto una mañana y me encuentro en un cielo precioso, con unas alas preciosas  y una vista del mundo maravillosa, un mundo que es simple mar. Y como todos los mares, es infinito e imponente, transmisor incesante de respeto porque es tan puro, tan azul, tan familiar pero tan desconocido. No importa cómo he llegado, solo sé que estas alas no me pertenecen y que desaparecerán de un momento a otro con cualquier suave brisa que se las lleve lejos. Dios mío, ¿tan ciega era mi felicidad que no me he percatado del posible vacío que acabe conmigo? Y mi mayor preocupación no es morir ahogada sino saber que ya jamás volveré al cielo que me ha dado tanto. Cuando caes, porque por suerte para mi cordura aun me mantengo ligera sobre estas alas, supongo que te ahogas en tus propias penas y traicioneras alegrías. Agonizante, te sumerges muy lentamente y, pudriéndote entre tiempos mejores, llegas al fondo y ya no hay nada más. Ya sólo quedan restos de ti. ¿Quién va a ser la mano que te rescate de tan profundo? El cielo, tu cielo, tu gloria, tus días felices, se ven difusos e inevitablemente inalcanzables. ¿Hay algo peor que consumirte mientras ves alejarte lo mejor de ti? Solo te tienes a ti y al posible fruto de tus ganas pero, ¿de verdad querría esa versión infectada de mí para salir de las garras de una agonía que ha sido el eco de mis sonrisas?
Por muy feliz que seas, el corazón siempre te acompaña con un deje de vértigo en cada latido, preparado, pero tu alma nunca espera la caída. Es entonces cuando la razón disipa todas mis dudas, porque lo creáis o no, la razón y el corazón son grandes amigos y juntos los resultados realmente sorprenden.
Si arriesgo, puedo perder mucho, demasiado, tanto que me pregunto si el ser humano está preparado para ser rasgado en el más profundo seno del alma. El truco para sobrevivir noche tras noche está en no pensar en la caída si no en el éxito, y es que cualquier triunfo merece la pena, sean cuales sean los fracasos. Somos masoquistas, y es que aunque nos de miedo, en nuestro fuero interno sabemos que el riesgo merece la pena si eres feliz, sean cuales sean las pérdidas.
Muchos asociarán estas líneas con el amor, pero sinceramente creo que el miedo acompaña a todo en la vida. Tiene muchas caras pero siempre es el mismo. El miedo al fracaso, al rechazo, a la pérdida.

jueves, 12 de julio de 2012

Stronger.


Volver oficialmente a lo que fue mi verano hace golpearme de lleno con fugaces trocitos de recuerdos que hacen eco en mi sonrisa cada vez que me concedo parar para volver atrás. Personalmente, considero añorar como la perfecta tortura, pero ayer lo consideré todo un placer. Quizá sea porque suelo añorar cosas que he visto marchar para no volver. Como cuando zarpas y ves el puerto a tus pies, ligeramente iluminado, pero igualmente sabiendo que la cuidad está más allá y que en ella la euforia y la libertad tocaron lo más alto. Podrás volver millones de veces pero tu corazón sigue aún anclado allí y sabe que no será igual. O como cuando te despides de quienes han sido tus perfectos hermanos y, aunque la esperanza brille la razón sabe que no los volverás a ver. Cuando, impotente, ves alejarse la imagen de tus mejores vacaciones tras un cristal, y todo lo bueno pasa fugaz ante un fuero interno que no es capaz de aceptar que ya estás lejos de lo que fue. Experiencias que te enseñan a no subsistir con horas delante de una fotografía y a no leer una carta más de una vez, sino a exprimir su esencia en la primera lectura para luego guardar en un cajón por siempre. Técnicas de defensa con las que la vida nos obliga a ingeniar para no sufrir.
Cuando me mudé aquí no me llevé absolutamente nada que me pudiera recordar que la gente que quería no estaba conmigo, o que me hiciera parar el mundo para acordarme del increíble último año que trajo tiempos que tocaron fin por siempre hace muchos días. Pero advertí que mi misma regla de autodefensa rompía el escudo y es que, tal y como he hecho siempre, nunca he movido los recuerdos de sitio y efectivamente allí estaba todo mi pasado mes de agosto reducido a canciones, pulseras, vistas, vestidos e incluso la brisa parecía confesarme carcajadas lejanas. Normalmente, añorar de golpe me congela el alma por segundos y es algo que tengo totalmente prohibido, pero por primera vez no me rasgó en lo más hondo verme pasear con ella, siempre con ella, sándwich de nata en mano y el peligroso brillo que avisa que no hay límite, en nuestras pupilas; noche tras noche, sentadas espalda contra espalda veíamos la luna crecer y menguar sin cansarnos y solo el mar es testigo de ello. Al igual que las estrellas nos espiaban descaradas a cada locura en la que entrabamos donde no debíamos y donde en ya en la azotea las sonrisas eran lo único visible entre confesiones, guiños, cohetes, polvo, amor y noche.
No me gusta admitir que puede que añorar quizá sea saludable a la más mínima necesidad, ya que cuando añoro los recuerdos me oprimen el pecho y eso me impide limpiar el corazón a través de las lágrimas, haciendo que la presión se quede ahí aumentando la angustia y la sensación de vacío, ensuciando el alma desde dentro.