El viento mecía las ramas de algunos árboles al son de los latidos de nuestros fascinados corazones. Hacía tiempo que no visitaba aquel lugar. Habían crecido flores blancas alrededor del agua y habían cortado el viejo sauce que caía sobre ella. Alrededor del estanque crecía una hierba verdísima, en donde se veían flores y tréboles por doquier. Todo aquel radiante ecosistema estaba rodeado a su vez por pinos que parecían rozar el infinito y palmeras cuyas hojas casi tocaban el agua del estanque. El estanque, había empezado a tomar un color verde intenso debido a la rápida crecida de una planta acuática, y en el agua solo se distinguían los nenúfares donde tantas veces había visto saltar a las ranas, dando al lugar una chispa que lo hacía hermoso. Lo había visitado ya tantas veces años atrás, contemplando las profundidades, buscando sapos entre las hierbas más altas y recogiendo las piñas que caían de los árboles, que aquella tarde de enero todo me parecía de nuevo tan familiar como absorbente, embriagador y deslumbrante. Caminaba disfrutando del agradable murmullo que producían las ramas al ser pisadas, y contemplando la belleza del lugar. Aquel día cada detalle era en sí imprescindible y necesario, brillando con luz propia y siendo el centro de nuestras miradas. Por un momento todo lo que tenía sentido quedó reducido a aquel foco de vida, rebosante de aire puro y aislado entre pinos.
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