domingo, 15 de enero de 2012

Empiezo a pensar que Dios escondió los mejores lugares para que nadie los encontrara.

El viento mecía las ramas de algunos árboles al son de los latidos de nuestros fascinados corazones. Hacía tiempo que no visitaba aquel lugar. Habían crecido flores blancas alrededor del agua y habían cortado el viejo sauce que caía sobre ella. Alrededor del estanque crecía una hierba verdísima, en donde se veían flores y tréboles por doquier. Todo aquel radiante ecosistema estaba rodeado a su vez por pinos que parecían rozar el infinito y palmeras cuyas hojas casi tocaban el agua del estanque. El estanque, había empezado a tomar un color verde intenso debido a la rápida crecida de una planta acuática, y en el agua solo se distinguían los nenúfares donde tantas veces había visto saltar a las ranas, dando al lugar una chispa que lo hacía hermoso. Lo había visitado ya tantas veces años atrás, contemplando las profundidades, buscando sapos entre las hierbas más altas y recogiendo las piñas que caían de los árboles, que aquella tarde de enero todo me parecía de nuevo tan familiar como absorbente, embriagador y deslumbrante. Caminaba disfrutando del agradable murmullo que producían las ramas al ser pisadas, y contemplando la belleza del lugar. Aquel día cada detalle era en sí imprescindible y necesario, brillando con luz propia y siendo el centro de nuestras miradas. Por un momento todo lo que tenía sentido quedó reducido a aquel foco de vida, rebosante de aire puro y aislado entre pinos.

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